Epitafio para una especie de felicidad
Tiempos que duelen
Velocidad,
belleza, felicidad, seguridad, estabilidad económica, salud, inmortalidad… Los
valores a los que rendimos cultos se han visto cuestionados, amenazados y
atacados por un enemigo invisible pero concreto y real: el Covid19.
Las pérdidas que
como individuos y como sociedad sufrimos desde comienzos del 2020 nos sumen en
un duelo social sin precedentes, habida cuenta del tipo y nivel de relaciones que
tenemos desde y con los dispositivos electrónicos. Duelos sociales ocurrieron
siempre en tiempos de otras pandemias, epidemias, guerras, desastres naturales…
Sin embargo, la globalización marca más profundamente el paso de la vida de las
personas y su manera de construir la idea de realidad.
Hay un antes y un
después desde finales de 2019. No pudimos o no quisimos verlo entonces, pero
hoy si está claro. Un virus marcó el final de un estilo de vida, de relaciones,
de hábitos, comportamientos y sentimientos. Es probable que el virus del
Covid19 no sea el único responsable de ese cambio sino también nuestra manera de construir
la realidad, aunque el objeto de este escrito no es este análisis en
particular; no al menos en un primer plano.
Enfrentar la muerte y las pérdidas
La autora más
célebre que habló sobre cómo afrontamos la muerte fue la doctora Elisabeth
Kübler-Ross, que describió cinco etapas:
● Negación.
● Ira.
● Negociación.
● Depresión.
● Aceptación.
¿Resuena alguna
de esas etapas en los estados emocionales que sentimos en nuestra vida
cotidiana desde el 2020? Quizás todas ellas, algo que es natural en el proceso
de duelo, puesto que se alternan aun diariamente. Basta con hacer un repaso de
nuestras reacciones y pensamientos desde que nos sentimos involucrados en la
pandemia. Cada uno tiene un repertorio de ejemplos. Aquí van algunos que –por
causalidad- se adaptan a la enumeración de etapas de Kübler-Ross:
·
“Esto
no es real. Seguramente es una noticia falsa. En unos días se sabrá la verdad y
todo volverá a la normalidad”.
·
“¡Son
estrategias para dominarnos! ¡Tenemos que desobedecer! ¡Me resistiré a todo lo
que quieran imponer”.
·
“Utilizaré
barbijo, pero no dejaré de reunirme con mis familiares”. “Pasemos esto
tranquilos, porque seguramente saldremos mejores personas”.
·
“Esto
no terminará nunca más. Morimos sin poder siquiera despedirnos de los seres
queridos. Así no quiero vivir”.
·
“La
pandemia pasará. Es seguro que habrá cambios de ahora en adelante. Tendremos
que adaptarnos. Lo resolveremos entre todos”.
Podemos estar de
acuerdo que ninguna de estas expresiones –u otras similares- fue o es útil para
revertir los estados emocionales que nos desvelaron, preocuparon y angustiaron.
Frente a la
pérdida y la muerte, las explicaciones no alcanzan. Las condenas, los augurios
y promesas tampoco. Frente a la muerte de estados y de personas solo resta
elaborar el duelo, algo para lo cual no estamos preparados porque no se nos
prepara en la sociedad occidental.
Pérdidas y muertes
Lo primero que
debimos enfrentar fue la pérdida del ritmo y estilo de vida que si bien merecía
y recibía críticas, en el fondo nos resultaba cómodo y satisfactorio.
Uno de los
entretenimientos preferido por muchos es la protesta doméstica, la crítica al
status quo mezclada con prejuicios y
algunos augurios de futuros distópicos. Nos encanta imaginar escenarios en los
que plagas, catástrofes ambientales, invasiones de todo tipo y ataques de
máquinas u otros humanos, destruyen el planeta. Todo esto alimentado por la
literatura y el cine, claro está.
Pero de lo
imaginado al hecho, hay un enorme trecho: la fantasía y la ficción –y la
alegría del entretenimiento y la originalidad- terminan cuando algo de todo eso
se hace realidad. Entonces aparece el miedo y el desconcierto; las culpas a
terceros y la victimización. “No puede ser real… ¿Qué haremos? Esto es culpa de
los gobiernos. Todo lo malo nos toca a nosotros”.
Más allá de
sensaciones, certezas e incertidumbres, lo que ocurre se siente en carne propia
y ajena. Sufrimos por lo que nos toca como individuos y como sociedad.
Perdimos todos
los valores enunciados al comienzo de este artículo: debemos sacrificar la velocidad porque se
impuso ralentizar nuestro ritmo de trabajo y vida social –si acaso podemos
sostenerlo, sobre todo el primero-, perdimos el encanto de la belleza de
nuestra vida habitual –personal y comunitaria-, los momentos de felicidad se
redujeron al mínimo y dieron lugar a la angustia, la tristeza, la ira y otras
emociones; nos sentimos inseguros, inestables, pasibles de contraer la
enfermedad con solo respirar o tocar un objeto y –mal que le pese al mensaje
imperante en los últimos años desde las redes sociales y los medios de (in)comunicación-
nos debimos aceptar mortales.
En este panorama
desolador ensayamos cuanta estrategia estuvo a nuestro alcance para eludir las
etapas del duelo que debíamos pasar desde el comienzo frente a tantas pérdidas
(y dejo para un espacio exclusivo las muertes de las personas): nos distrajimos
para negar lo que ocurría, culpamos a los gobernantes y a los malos vecinos
para descargar la ira ante lo esta vez no podíamos evitar o postergar, negociamos milagros con el
universo, nos deprimimos y por momentos aceptamos lo irremediable.
Nuestros días
transcurren aún hoy dentro de esta vorágine de estados emocionales. Todavía no
se percibe ni adivina un final para algo que probablemente no lo tenga, ya que
nuestro impulso controlador no propone sino que exige finales acordes a lo que
consideramos son nuestras necesidades y deseos.
¿La muerte de la felicidad?
La sociedad
actual –el capitalismo, la publicidad y la propaganda- nos enseñó a eludir el
dolor. Parecería que creyéramos que la felicidad es el valor único, esencial y
universal –a partir, claro, del consumo- y que no debería ser perturbada por
aquello a lo que no aspira el ser humano y elude permanentemente: sufrir. No
imaginamos una comunidad en la que reine absolutamente el placer como tampoco
lo contrario, una comunidad en la que el sufrimiento sea eterno. Sin embargo,
nuestro pensamiento binario nos obliga a pensar solo en el primero, el placer.
Bajo la pantalla de la superación personal, el capitalismo nos convence de que
el sufrimiento se justifica en tanto y en cuanto sea peldaño a un determinado
estatus.
¿Éramos más
felices antes de la pandemia? Seguramente no es relevante responder esta
pregunta en este momento en el que nos acucian otras cuestiones. Pero queremos
creer que sí. Tal vez no importa lo infelices que éramos antes del 2020, sino
lo infelices que somos hoy, en el 2021. Hasta preferiríamos regresar a aquella
infelicidad que por conocida es preferible a esta tan incierta, desconcertante
y peligrosa.
Pero ¿cómo
elaborar un duelo cuando todos a nuestro alrededor duelen? Si estamos todos en
el mismo botes salvavidas ¿quién nos rescatará?
Para la sociedad
occidental la muerte fue y es un tema tabú. Podríamos decir que recién en la
década de 1960 comenzamos a escribir y hablar de la muerte desde la psicología,
la sociología, la antropología y otras ciencias y artes. Eludimos la muerte
tanto como el tema de la muerte. Y eso no la retrasa ni mucho menos. De hecho,
desde principios de 2020 las palabras “muerte” y “muertos” se han vuelto moneda
corriente, pero lejos de comenzar a naturalizar más y mejor el tema, profundiza
la angustia existencial.
Aquellas personas
que debieron sufrir la pérdida de seres queridos tienen en sus manos una tarea
descomunal, habida cuenta de la suspensión de los rituales que desde el
comienzo de la vida humana nos ayudan a transitar las etapas más importantes (y
en este caso más misteriosa) y de la sensación de fragilidad y vulnerabilidad
hacia sí y el resto de su comunidad afectiva.
La felicidad,
como la entendíamos hasta finales de 2019 murió. Y hay que hacer ese duelo
también.
La educación tan necesaria
Hoy podemos
reconocer la carencia de educación en emociones. Sabemos cómo la falta de
inteligencia emocional ayuda a fabricar frustraciones, violencias, prejuicios,
traumas…
Y al mismo tiempo
nos damos cuenta lo fundamental que hubiera sido quitar el manto de tabú a,
entre otros temas, el de la muerte, del que las religiones y las instituciones
se han ocupado de manera paliativa. Con suerte y en el mejor de los casos.
Urge educación en
duelo. Saber reconocer las emociones que involucra el proceso de sufrir
pérdidas de todo tipo.
Entre los cambios
que se vienen produciendo en los últimos años, deberemos incorporar otra mirada
hacia la muerte y las emociones. Hacia el duelo y su proceso. Así como está
costando mucho trabajo que se reconozca la necesidad de incorporar la educación
emocional en el ámbito educativo para que las nuevas generaciones y su entorno
puedan aprender algo tan elemental como reconocer la información que nos traen
las emociones, costará acercarnos a la muerte desde un lugar de respeto, sin
miedos ni falsas expectativas.
Todo lo
importante y durarero demanda tiempo y esfuerzo, dicen las personas sabias. Sin
embargo, algunos asuntos pueden cambiar drásticamente con solo aplicar otra
perspectiva.
Aprender cómo
funciona el proceso del duelo, desarrollar una actitud empática hacia el que lo
está transitando y la paciencia en el propio, es un buen comienzo.
Desarmar falsas
expectativas y nostalgias contaminadas por los miedos, también es parte de ese
inicio de una etapa que será distinta, pero dependerá de todos que sea al menos
un poco mejor que la anterior.
Ariel Puyelli
Julio de 2021
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