Las páginas que faltan

Hace un momento leí un mail de una lectora que me recordó algo que me recuerdan lectores y docentes todos los años varias veces al año: no hay información sobre mi vida en Internet. Tampoco la hay fuera de la virtualidad, salvo los retacitos de relatos, recuerdos o referencias que tienen algunos familiares, amigos y allegados en sus memorias. Y en su imaginación, claro.

A algunos nos cuesta mucho escribir sobre nuestras vidas. Quizás por falsa modestia ("mi vida no ha sido tan interesante"), quizás por pereza (adhiero a este quizás) o porque no llegó el momento adecuado (también creo que ocurre esto conmigo porque me siento permanentemente en proceso de cambio y espero una especie de meseta temporal para mirar hacia atrás y relatar lo que veo y creo ver.

También es cierto que entiendo que la autobiografía tiene fuertes poderes terapéuticos y vengo trabajando la palabra con mucha intensidad en esta dirección desde hace casi 8 años. No debo mezclar los datos biográficos con una cuestión terapéutica, lo sé. Pero es difícil. Lo es tanto como entenderme sujeto de ficción, si quisiera camuflarla novelescamente. 

Sé que mis lectores (en su mayoría niños y adolescentes) no están interesados en las tormentas de mis días y mis noches (al menos eso creo), sino en otros aspectos más superficiales en cuanto a mi vida personal y más intelectuales en lo que hace a mi actividad profesional y gustos literarios. De todos modos es difícil pensarse tan fragmentariamente. Para mí es así, al menos, y alcanza por ahora.
Tal vez más adelante pueda organizar mi relato en distintas capas para satisfacer las diferentes demandas (la de mis lectores y las propias).

Hay relatos y relatos

Comento todo esto porque lo que se me planteó, en definitiva, fueron las preguntas: ¿cómo me pienso? ¿cómo me recuerdo? ¿cómo nos pensamos y nos recordamos?

El que está leyendo estas frases (que al final de cuentas no aportan nada hasta ahora) ¿cómo se relataría públicamente? Porque una cosa es la autobiografía para uno o para uno y sus allegados o para el terapeuta; y otra muy distinta es el relato de la vida de uno para el público en general.

¿Qué dejaría de lado en ese relato público? ¿Acaso "eso" que quedaría afuera no sería importante para sostener el resto de la historia? Pero ¿se animaría a contarlo? ¿Dolería? ¿Avergonzaría? ¿Qué sentimientos, sensaciones y emociones vienen al corazón, la mente y las manos cuando nos mostramos públicamente desde las entrañas?

En esta era de imágenes editadas (periodísticas, personales, institucionales, etc) queda poco margen para abrazar el coraje de mostrarse tal como uno es y tal como uno fue. Aunque también parece ser que muchos necesitan coraje para mirar a los otros sin la cáscara de los filtros y las ediciones. No se cultiva la mirada compasiva, ciertamente. Se promueve una falsa cultura de la felicidad y la positividad que barra bajo la alfombra "lo que arruina la foto" o lo que implique algún esfuerzo de entendimiento o comprensión.

Relatar nuestra historia personal solo desde nuestros éxitos y reconocimientos es mostrar una cara de la moneda que del otro lado alberga fracasos, sueños incumplidos y otros aspectos que nos construyen como personas.

Listo, ya está

Me estoy yendo por las ramas y no del árbol genealógico, precisamente.

Creo que bajo presiones y amenazas sintetizaría todo esto en los siguientes puntos:

No escribí mi autobiografía aún porque:

1. No sé qué tanto de mi historia puede interesarles a los lectores.

2. No soy tan vanidoso a pesar de ser leonino y gato en el horóscopo chino.

3. Me da pereza hablar de un personaje tan familiar y prefiero relacionarme con otros diferentes a mí.

4. También me da pereza escribir historias cuando conozco todo su desarrollo y el final.

5. Me da pereza.

Sí, creo que al fin y al cabo soy un perezoso.


Nota: la foto que ilustra este texto fue tomada al comienzo de las clases de mi primer grado en el Colegio Nuestra Señora de Luján, en San Andrés de Giles.
La sonrisa se debe a que era un niño simpático y porque me creí el cuento de estar ocupando el escritorio de la maestra -el sitio más importante del aula- aunque fueran unos pocos segundos. 

En un primer plano se ve una orquídea (¿artificial? ¿natural?) y mis manos juntas como si fuera un empresario o hubiera atrapado una langosta. Los guardapolvos eran grises. La congregación de monjas, alemana. El año, 1968. Tenía cinco años y el privilegio de no necesitar aún la palabra "futuro" más allá del día que vivía.



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