Clasificaciones que crean más divisiones:

 


Brindar por nosotros

y los que son como nosotros… ¿salud?

 

Las clasificaciones sociales nos dividen y nos alejan de la comprensión

del otro. No darnos cuenta de que todos necesitamos lo mismo

y que las diferencias son sutiles, ¿es caer en una trampa armada adrede?

¿O es miedo a amar y ser amado?

 

A  todos nos gusta ser autores de algo. Sobre todo autores de definiciones que engorden “la sabiduría o el ingenio popular”. Nos gusta el aplauso fácil de la tribuna. El ingenio, uno de los principales orgullos argentinos, es celebrado sobre todo mientras más espontáneo aparece. O, al menos, cuando parece espontáneo. Convengamos que ser autor de algo producto de muchos años de estudio y otros tantos de esfuerzos, no es ingenio: es trabajo y constancia, o estudio y perseverancia, virtudes que no encajan con la vorágine temporal de la actualidad. Mucho menos con el modo de vida y de relaciones “zapping”. En primera y última instancia no encaja con el discurso publicitario.

Las modas inspiran. No podemos desconocer que vivimos en una época en la que parecería estar de moda dividir. A la gran GRIETA de la que se habla a nivel mundial –así, con mayúsculas porque se trata de un fenómeno global y está claro que tiene sus años-, se suman otras de otros tamaños, las vernáculas. Si bien no es algo nuevo, lo novedoso son los fundamentos de la mayoría de las grietas y grietitas (además de las políticas): los centrados en el sexo, la sexualidad y la apariencia de la persona; en lo que piensa y cómo lo expresa.

Independientemente de estar transitando una época de cambios que por su profundidad merecen reflexiones, mejores denominaciones y diseños de nuevas direcciones, se advierte cómo las tribus que congregan a personas que se perciben como similares (física, intelectual e ideológicamente) tienen la necesidad de distinguirse, diferenciarse y alejarse del resto. Existe en ellas la urgencia por marcar territorios que no pueden ser visitados por curiosos y mucho menos comentados o –peor aún- criticados o cuestionados por extraños y aun por propios. Se pertenece y no se cuestiona ni se discute o se excluye. En algunos casos parece que la inclusión que se declama tiene férreas condiciones para que se efectivice.

Es que no pertenecer tiene precios altos. Uno de ellos es la estigmatización; más allá de que la tribu del otro podría tener derecho a no pertenecer ni parecer y existir per sé sin que ello implique daños a terceros. No pertenecer no es tan grave si el no perteneciente se exilia en su mundo y en el silencio. No pertenecer es muy peligroso cuando el que no pertenece se expresa. Y peor todavía cuando expresa las razones de su no pertenencia o su disidencia.

Por otra parte, la moda recicla lo que alguna vez fue un éxito o al menos sirvió para identificar algo. En estos tiempos, por ejemplo, se reutiliza un pequeño y selecto grupo de palabras para identificar con mayor facilidad –en una suerte de pereza intelectual- al otro diferente a mí o a mi tribu. De ellas, me sorprende la palabra “hegemónico”. (Hegemonía. Nombre femenino. 1. Supremacía que un estado o un pueblo ejerce sobre otro. 2. Supremacía de una organización, una empresa, etc., sobre otras.)

Se crean más y más clasificaciones, categorías, grupos y subgrupos para dividir, no para analizar, estudiar o –mucho menos- comprender cómo está compuesta la sociedad, lo que ocurre en ella, sus cambios y sus proyecciones.

“Brindo por nosotros y los que son como nosotros”, dijo jocosamente alguien en un brindis íntimo hace muchos años (decirlo hoy no sonaría gracioso). ¿Es este el brindis de la época? ¿Cómo invitar a los que no son como nosotros –según nuestras creencias e ideologías- a compartir un brindis? ¿Es posible implementar una tregua para hallar definiciones que unan? Quizás el secreto del brindis perfecto resida en, precisamente, abandonar las clasificaciones y recuperar la mirada al otro, al que creemos tan diferente. Chocar los ojos como copas.

Decía al comienzo, que nos gusta ser autores de sentencias y definiciones que agraden a nuestros grupos, a veces en detrimento de otros, sea esto último el fin o la consecuencia. La cantidad de categorías que aluden a grupos, conductas, actitudes, creencias, ideas, etc., que aparecen casi diariamente, atomiza la comprensión de los grandes problemas que nos merecemos abordar en estos tiempos.

Estamos en una época de cambios, transiciones, deconstrucciones, resignificaciones y todos los matices posibles. Y agrego: esto ocurre dentro de un marco de desinformación y manipulación mediática en territorios con pies de barro y lenguas de acero. Estos territorios que se presentan como comunitarios, libres y universales, son –nada más lejos de estas cualidades- las redes sociales.

Desde hace muchos años se nos alimentó el individualismo bajo la fachada de superación personal y la falsa creencia de que somos libres; axioma clave del neoliberalismo. Sin embargo, necesitamos creer en algo y apoyarnos en grupos de semejantes (que compartan los mismos miedos y angustias). Necesitamos seguridades. Y, además, nos gusta la comodidad. Estar solos condenados a pensar (y pensarnos) sabiéndonos rehenes de algo o alguien, es la peor pesadilla. Sentirnos contenidos y protegidos por un grupo es –para la mayoría- el paraíso. Y el paraíso se paga a como dé lugar.

“Si yo estoy con vos es porque vos me servís para afirmar mi identidad minada por incertidumbres y miedos, sobre todo a la soledad. A cambio, te ofrezco mi presencia –no la confundas con compañía- para que puedas afirmar tu identidad o lo que te venga bien y juntos nos diferenciemos de los que no son como nosotros o no queremos que sean como nosotros y mucho menos nosotros queremos ser como ellos porque si no, no seríamos nosotros mismos”, parecería ser la propuesta en algunos casos. En otros, se suman intereses en común. Y hasta se abordan causas justas, aunque en ocasiones se permita la intolerancia al disenso y el ejercicio de los prejuicios.

No darnos cuenta de que todos los seres humanos necesitamos las mismas cosas básicas y elementales y que lo que nos diferencia son sutilezas, es caer en una trampa. ¿Que quién preparó esa trampa y qué busca? Podemos elegir el grupo antagónico que más odiamos o armar uno a nuestra medida y diferencia, que si hay algo que tenemos, es imaginación para crear más y más categorías y definiciones que dividen para hacernos sentir seguros en las tormentas de nuestros temores más profundos. O escarbemos en nuestras necesidades, veamos cuáles son las prioritarias y cotejemos con el prójimo. Tal vez notemos que lo demás es maquillaje, máscara o miedo a amar y ser amado. Quizás debamos enfrentarnos a nosotros mismos y preguntarnos quiénes somos, quiénes creemos ser y quiénes pretendemos ser como sujetos, como personas independientes que pueden pensarse críticamente.

Ariel Puyelli


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