Flores en el Día del Padre



El domingo fue el Día del Padre. Con Analía, mi esposa, al atardecer fuimos al cementerio de mi pueblo natal. Está en las afueras, en el límite con el campo, al final de una avenida enmarcada por casuarinas. Es un lugar amplio, bastante cuidado, con árboles, pájaros, lechuzas, bóvedas centenarias y majestuosas algunas, con cientos de tumbas y nichos ocupados por gente conocida seria o sonriendo desde sus fotitos tipo carnet.

Por primera vez, compré flores para llevar a la tumba de mi padre, quien falleció hace cinco años. De hecho, fue la primera vez que compré flores en la entrada del cementerio para uno de mis muertos. Crisantemos blancos. Coloqué algunos en uno de los dos floreros del nicho que comparte con mi madre y una de mis abuelas, otras en el nicho que está muy cerquita y donde descansa mi abuelo paterno junto a un par de familiares más y las últimas más arriba, en el nicho de mi abuelo materno.

Fue mi pequeño homenaje por el día de mi padre, a él y al padre de mi padre y al padre de mi madre.

Me quedé en silencio, agradeciéndoles la vida, imaginando esa cadena invisible que nos une y nos seguirá uniendo para siempre.

Me emocioné pero no lloré. No he llorado aún la muerte de mi padre. Trabajo en temas relacionados al duelo, tanto en la formación de terapeutas como en el acompañamiento a personas que están en ese proceso y sé que un día llegarán las lágrimas. Sé y siento que falta algo por acomodar, una pieza que encastrar, tal vez un reproche que resolver entre mi niño interior y este adulto que no tiene hijos. Luego el llanto, que está ahí, se escurrirá como corresponde.

Del sector donde están prácticamente todos mis parientes, con mi esposa caminamos hasta el de los suyos.

El atardecer ya cubría de sombras el cementerio cuando salimos del panteón. Caminamos a paso lento, observando el cielo gris, las palomas, los últimos visitantes, mientras nos acercábamos al centro, al camino de tierra flanqueado por bóvedas espléndidas y árboles ahora podados. Mi celular me avisó que había entrado un mensaje. 

Era de una de mis dos hijas del corazón, esos vínculos que se crean quién sabe por qué misteriosas causas y que permiten formas de amar muy diferentes a la amistad, al amor de pareja, a la paternidad…  Ya había recibido el saludo de C, al mediodía. Un mensaje con voz dulce e infantil que hablaba de abrazos y deseos de compartir cosas ricas, charlas y risas.

Ahora era M, con quien nos comunicamos muy pocas veces en el año desde que se instaló en Buenos Aires, aunque alcanzan para profundizar un cariño siempre necesitado de borrar las distancias. M. me envió un poema escrito por ella especialmente para mí ese día.

Intenté leérselo a mi esposa mientras caminábamos entre las bóvedas y las tumbas más viejas del cementerio. No pude. Le pasé el teléfono. Mientras ella leía, yo secaba mis lágrimas.

Lloré apenas, como no queriendo mojar el poema, ese ramito de palabras como crisantemos blancos. Lloré por la dulzura de M. Por la caricia. Porque me hace sentir alguien importante en su vida. Y porque también me hace sentir que ella sabe que es importante en la mía.

Algunas de esas lágrimas corrían por mi padre, de algún modo.

Subí al auto con una extraña y serena felicidad.

Me sentí muy hijo.

Me sentí padre.

 

Ariel Puyelli

Junio de 2023

 

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