Charla ofrecida en el 2022 en la Biblioteca Popular Alberdi, San Andrés de Giles
Literatura y terapia: escribir, leer, sanar
Si escribir libros de literatura y leer cuentos, novelas o poesías fuera terapéutico, en este momento estaríamos dentro de lo que podríamos llamar una clínica del alma. Estaríamos rodeados por los doctores Dostoievsky, Allende, Saer, Whitman, Ocampo y tantos otros más.
Tendríamos a nuestra disposición
recetas de poesías o inyecciones de versos para problemas de visión, prescripción
de lectura de biografías para diagnósticos relacionados con problemas existenciales, de novelas de amor para ciertas dolencias
cardíacas, nebulizaciones de microcuentos para energizar la imaginación o
algunas reflexiones, aplicaciones regulares de libros para los rengos de
pensamientos o realidades; recomendaciones de utilización de palabras sueltas,
como vendas, para las heridas del lenguaje, de cubiertas de libros como cobijas
para la hipotermia de la estética y el amor por los objetos; poemas
contemporáneos para transfundirnos sangre nueva en la manera de apreciar el
mundo y sus dramas… En fin, un gran repertorio al alcance de la mano sin necesidad
de obras sociales ni largas esperas en salas atestadas de enfermos. Todo lo
contrario.
Pero ¿es este el objetivo de la
literatura? ¿Escribimos o leemos para encontrar remedios o curas para dolencias
propias o ajenas?
Por suerte –al menos para mí- estamos
tomando cada vez más distancia del uso de la literatura como vehículo de
bajadas de líneas morales, políticas y otras formas de manipulación. Sabemos
que, como todo, también la literatura sirve para esos fines, pero al menos
dejamos de darles un lugar de relevancia en las bibliotecas escolares y
familiares. Las moralejas de antes ahora aparecen camufladas en versos e
historias, es verdad, pero es otro tema.
Insistamos: ¿para qué sirve la
literatura?
La cara más humilde de la
literatura nos dice que solo busca entretener.
La más completas, complejas y
justas, dicen otra cosa.
Alberto Manguel, en un artículo
publicado por el N.Y. Times, dice: La
literatura no parece tener una obvia utilidad, pero la ciencia ha demostrado
que la tiene. Leer literatura, una actividad que muchos consideran ociosa o
inútil, posee un valor social invaluable: nos hace más empáticos, más
dispuestos a escuchar y entender a los otros. Las ficciones nos enseñan a
nombrar nuestras angustias y también cómo enfrentar y compartir nuestros
problemas cotidianos.
¿Regresamos a las primeras frases de esta charla? ¿La
literatura tiene más relación con la psicología y la salud del alma humana que
lo que creemos o por lo menos somos conscientes?
No somos pocos los que afirmamos
que “la literatura nos salvó o nos rescató”. Algunos hablamos desde la
infancia. Otros desde la adolescencia y otros desde la adultez. Cuando le
pregunto a alguien de quién o qué lo salvó, la respuesta suele ser “de la
realidad”. Y en esa respuesta, sobre la que por supuesto no profundizo, hay
nombres y situaciones dolorosas, traumáticas. Pero ese niño o adolescente o
adulto tuvo a su mano las vendas y los remedios de alguna novela, algún libro
de cuentos o poemario.
Cuando necesité el poder sanador
de las palabras para salir de la realidad y conocer otros mundos, recurrí a la
novela. Cuando la necesidad eran aplicaciones locales de humor, terrores o
reflexiones sesudas, me receté cuentos. Y cuando sangraba misterios, enigmas,
amores y visiones, me puse sueros de poesía. Todavía lo hago. Y lo seguiré
haciendo, claro. Nadie se sana de la realidad del mundo ni de la memoria de su
propia historia.
Todo se trata de historias
Dije hace un momento que Manguel
dijo que las ficciones nos enseñan a nombrar nuestras angustias y también cómo
enfrentar y compartir nuestros problemas cotidianos.
Me contó Oscar Galcerán, gran
contador de historias, que una vez, hace más de 50 ó 60 años, don José Viola
afirmó que conocía todo el mundo. Que
alguien le retrucó que eso era imposible, que él no había salido nunca de San
Andrés de Giles y que don José afirmó que sí, que lo conocía gracias “a las
cintas”. A las cintas del biógrafo. Gracias al cine.
Manguel podría tomar unos mates
con don José Viola y coincidir en muchos aspectos. Porque el arte enseña.
Enseña de mostrar y enseña de instruir, de educar.
¿Pueden una novela, un cuento o
una poesía educarnos en las emociones? ¿Pueden personajes de ficción enseñarnos
cómo enfrentar y cómo compartir nuestros problemas cotidianos?
¿Cómo se hace para sacarle el
jugo terapéutico a la literatura?
Los lectores avezados lo saben
muy bien, porque de ellos es el reino de la lectura profunda y la relectura.
Los escritores a veces lo saben.
A veces no. Cuando lo saben, disimulan esa certeza en el proceso de la
escritura. Cuando lo saben y no disimulan, escriben libros de autoayuda. Cuando
no lo saben y lo descubren o se lo descubren, sienten cosas. Cuando yo lo
descubrí sentí orgullo de una parte mía, la que se debe relacionar con la
resiliencia, seguramente. Y sucedió, además, que creí percibir que junto al
lector y al escritor convive alguien que tiene la capacidad de canalizar sus
dramas a través de la palabra literaria propia o ajena.
Al igual que en el cine y en el
teatro, frente a lo que viven los personajes, los lectores –algunos lo hacemos–
nos preguntamos qué haríamos nosotros en ese lugar.
Recuerden el final de Los puentes
de Madison o estar varados con el aeroplano en un desierto junto a un pibito
que dice ser príncipe. Recuerden y sean sinceros: ¿no se preguntaron qué harían
ustedes en el lugar de esa mujer o de ese piloto? Ese proceso nos puso frente a
un espejo. Si dominó la fantasía, el deseo o la necesidad, hubo una acción
determinada. Si dominó la honestidad, tal vez hubo otra muy distinta. En todo
caso, debimos mirar nuestro interior, nuestra conciencia, nuestras necesidades
más íntimas, nuestros prejuicios y temores, nuestros sueños y deseos. Y eso no
nos lo invita la vidriera de un shopping ni los programas de concursos de la
tele. Esas son otras propuestas y me animo a afirmar que no persisten como las
de las novelas o los cuentos, que a veces calan tan profundamente en nuestra
parte más sensible, que duran toda la vida.
Al fin de cuentas, todo se trata
de historias.
El que escribe, cuenta historias.
Cortas o largas, pero historias al fin.
El que lee, lee historias. Cortas
o largas, pero historias al fin.
¿Qué buscamos leer en definitiva?
Los que somos conscientes de
estos procesos (seamos sinceros: cuando somos conscientes), ¿buscamos leer
historias de otros o a los otros?
¿No buscamos a veces leer al
autor y no al narrador?
¿No estaremos buscando en el
fondo leernos a nosotros mismos?
¿Será esta idea -quizás absurda-
una especie de chequeo médico del alma, una resonancia literaria?
Aquel primer caso conocido de enfermedad a causa de la literatura, el
de don Alonso Quijano devenido en Don Quijote, ¿no fue un caso de mala praxis?
De auto mala praxis, aclaremos. Y lo traigo nuevamente a don José Viola, que se
sentía parte del mundo entero porque el cine lo había integrado desde la butaca
del cine San Martín. Para él esas imágenes, como páginas, lo incluían en un
todo. Lo completaban sanamente.
La literatura como lupa o como espejo
revelador de recursos y de zonas oscuras –y hasta patológicas–, ya sea en la
escritura o desde la lectura, es otra de las caras de esta manera de hacer
arte, de usar el lenguaje para conocer y restaurar. Lo fue para Cervantes. No
lo fue para su personaje, que no pudo restaurar, sino todo lo contrario. Pero,
por contrapartida, nos ofrece a nosotros no solamente su diagnóstico, sino
también distintos tratamientos para la cura.
Leer para leernos.
Escribir para leernos y ser
leídos. Más allá de las historias.
En el libro La Terapia Familiar
Sistémica de Dorys Ortiz Granja, aparece lo siguiente: Cuando se constituyó la Asociación
Neozelandesa de Psicoterapeutas, sus fundadores tuvieron que traducir el nombre
de dicha institución al maorí (idioma oficial de Nueva Zelanda, junto con el
inglés). Reunidos con las autoridades lingüísticas aborígenes, quedó claro que
no sería tarea fácil; “psicoterapia” no tenía traducción literal al maorí. La
propuesta aborigen fue que los angloparlantes les explicasen qué hacía
exactamente un psicoterapeuta, para así poder buscar un término equivalente en
su idioma… Tras las explicaciones pertinentes, los maoríes consideraron que la
traducción más adecuada era “tejedores de historias”. Desde entonces, el nombre
en maorí de la asociación de psicoterapeutas es, literalmente, Asociación
Neozelandesa de Tejedores de Historias.
Ejemplos de tejedores que han tejido desde lo más profundo de
su alma y de su psiquis:
Según Gabriel Ramos, en el artículo Escribir es terapia,
publicado en la página Culturizando.com, estos son algunos de los escritores
que resolvieron padecimientos y traumas a través de la escritura:
Jorge Luis Borges, escritor argentino, escribió su magistral
relato, “Funes el memorioso” como consecuencia de un problema de insomnio.
Borges confesó que –tras escribir ese texto- se liberó del insomnio. Utilizó la
escritura como una vía de auto-terapia mediante la cual logró dar salida a las
causas que producían su trastorno del sueño.
Isabel Allende, la escritora chilena cuenta que su novela
“Paula” le ayudó de manera significativa ante el dolor que le causó la
enfermedad terminal de su hija. Dice que escribir esa novela le salvó la vida.
También expresó que frente a la muerte de su hija, lo único que le permitió no
hundirse en la depresión y la tristeza fue escribir lo que le sucedía en ese
momento y hablar de su vida, de su hija y de todos los dolores y emociones que
vivía durante esa terrible experiencia.
Dorothy Allison, escritora estadounidense cuyos textos se
basan en temas como abuso sexual, abuso infantil, acoso escolar, feminismo y
lesbianismo, describe cómo su texto «Bastardo fuera de Carolina» (Bastard out
of Carolina) expresa su necesidad de contar su historia de cómo ella fue
abusada a los cinco años por su padrastro.
Junot Díaz, escritor dominicano y estadounidense, ganador del
premio Pulitzer y autor de «Drown», señala que escribir le permitió volcar en
ella las pérdidas que vivió a causa del colonialismo, la emigración y la
pobreza y el dolor por la enfermedad de su hermano.
Jay Neugeboren, autor estadounidense en «Imagining Robert: my
Brother, Madness and Survival» relata cómo la escritura lo ayudó a entender sus
sentimientos en relación a la enfermedad mental de su hermano.
James Ellroy, escritor estadounidense, autor de las novelas
en las que se basan los éxitos cinematográficos L.A. Confidential y La Dalia
Negra en «My Dark Places: an L. A. Crime Memoir», dice que él se convirtió en
escritor debido al asesinato de su madre.
Kenzaburo Oe, escritor japonés. Es el segundo japonés ganador
del premio Nobel de literatura, en 1994. Fue profesor visitante de El Colegio
de México de marzo a julio de 1976. En la novela «A Healing Family», escribe a
partir de la situación traumática vivida por su familia: el nacimiento de su
hijo Hikari con discapacidad.
Alice Walker, escritora afroamericana y ganadora del premio
Pullitzer, deviene escritora a partir de sus profundas depresiones producidas
por la ceguera parcial que su hermano padece a causa de un accidente del cual
sus padres la hacen culpable.
Janet Frame, quien fue una novelista, escritora de cuentos y
poeta neozelandesa, tuvo una infancia con violencia por parte de su padre,
sufrió la muerte por ahogo de dos hermanas, y estuvo mal diagnosticada con
esquizofrenia en Nueva Zelanda. Este diagnóstico la llevó a estar ocho años
internada y recibir más de doscientos tratamientos de electroshock.
Continuamente escribía y un día mandó su trabajo a un editor; este hecho le
permitió salvarse de ser sometida a una lobotomía, ya que logra ganar el primer
premio.
Podríamos citar tantos ejemplos casi como tantos autores hay.
Considero que algunos de los más significativos del siglo XX fueron aquellos
que pudieron convertir sus vivencias en los campos de exterminio nazi en
experiencias con un sentido; y que ayudó al resto de los seres humanos a mirarse
como especie, como cultura. Como eso: como seres, aunque a veces se deshumanicen.
Cuentos y poesías
decididamente terapéuticos
Algunos de ustedes saben muy bien que podría ofrecer como
ejemplos textos propios, principalmente los que escribí con la intención
deliberada de plasmar de manera simbólica algo real y doloroso. Los libros que
hacen referencia explícita al proceso de escribir literatura con fines tanto estéticos
como terapéuticos son los de poesía Triciclos y Regreso a la casa de la
infancia. De todos modos, señalo que cuando comencé a rastrear huellas de mis
historias emocionales en todos los libros de ficción, apenas comencé mi proceso
psicoterapéutico, encontré marcas muy evidentes en algunos casos y no tanto en
otros. Cuando escuchamos que los autores dejamos improntas de nuestras vidas consciente
e inconscientemente en todos los textos, escuchamos algo real.
Teniendo en cuenta esto último es que tuve que escuchar a una
parte preguntarme si creía válido utilizar la literatura con fines
terapéuticos, si no sentía que estaba traicionando uno de sus fines principales:
el de crear un hecho estético. La respuesta fue negativa y se apoyó, entre
otras razones, en que todas las manifestaciones del arte tienen la huella
digital del interior caótico y en crisis del artista y que compartir ese caos
es parte del esqueleto del arte y la cultura. En cierto punto, entiendo que la
ficción pura es una idea ficticia, valga la redundancia.
Algunos de ustedes se estarán preguntando cómo es el proceso
de volcar en un papel “eso” que los
inquieta, los angustia, los perturba o los incomoda. La respuesta está en la
práctica y la práctica puede adquirirse a fuerza de tinta y coraje. Tinta para
escribir. Coraje para decir.
Lo concerniente a la forma –si es cuento o poesía– sería tema
de taller o estudio porque una cosa es la mera catarsis y otra la poesía o el
cuento terapéuticos. Los que queremos amalgamar el arte con la expresión emocional
tenemos un doble trabajo en tanto y en cuanto hay que atender la forma y el
fondo. En el caso de la mera catarsis, se atienden las emociones que hay que
desalojar, nada más.
Otra pregunta atinada sería cómo leer la poesía que se
anuncia como terapéutica. Si acaso tratando de develar los símbolos para
descubrir lo que el poeta o la poeta quisieron resignificar o simplemente
atendiendo el producto desde la estética. Tal vez de las dos maneras, sobre
todo cuando podemos acceder a la biografía de los autores.
En todo caso, lo que ocurrirá, una vez satisfecha esa
curiosidad primera, es que aparecerá el espejo que nos mostrará dónde impactan
esas palabras ajenas en nuestro interior conocido y desconocido. Frente a esos
textos ajenos, uno debería preguntarse qué puertas se abrirán, qué baúles
recónditos se iluminarán, qué secretos pedirán ser descubiertos de una vez por
todas o qué sentimientos amorosos compartir de una vez y para lo que duren.
Al fin y al cabo, esto es lo que ocurre con la literatura,
terapéutica o no: funcionar como espejo, un faro, una lupa o el mapa de regreso
a algún sitio para transformarnos desde bien adentro. Como dice Manguel en el artículo que cité
antes: la literatura nos hace más empáticos, más dispuestos a escuchar y
entender a los otros. Las ficciones nos enseñan a nombrar nuestras angustias y
también cómo enfrentar y compartir nuestros problemas cotidianos.
Ariel Puyelli
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