Frente a la muerte sobran las palabras.
Ante el misterio más grande, quizás mayor que el de la
vida, no hay palabras para articular.
La muerte es el reino del silencio.
Porque la palabra construye y destruye, pero no mata.
La palabra crea, no da muerte.
La palabra vive.
La palabra muere.
La palabra da sentido. Pero frente a la muerte, no hay
más sentido que el silencio.
La palabra completa al silencio así como el silencio
completa a la palabra.
Pero quien completa a la muerte es el silencio.
Porque la muerte es la palabra mayor. La que completa la
vida.
No hay analogías: la palabra no es la vida ni la muerte,
así como el silencio no es una u otra cosa.
Todos sabemos todo. Unos pocos lo recuerdan. Muchos lo
recreamos.
Frente a la muerte no alcanzan los silencios.
Urge una palabra que aún no fue creada.
Nos falta una palabra.
La que sea digna de decirse ante la muerte.
Una vez creada, ¿todos seremos dignos de decirla frente
al gran misterio?
La muerte no escuchará ninguna palabra.
La muerte no atiende siquiera los silencios.
Para decir una palabra es necesario el tiempo.
Y la muerte trasciende el tiempo.
Porque la muerte no existe.
Quizás sí exista: cuando se la nombra en el sueño humano.
Y exista solo para el humano en ese instante de sueño.
El tiempo, las palabras y los silencios
Son sueños humanos.
Nada de todo esto existe tampoco.
Salvo, quizás, el sueño por el sueño.
Quizás la muerte también lo sea.
Quizás la muerte sea parte del sueño.
Soy humano.
Soy humano que cree que recuerda.
Humano que articula palabras.
Y sueña.
Sueña con la muerte que existió lo que duró el tiempo de
estas palabras.
En el sueño, la muerte escuchaba. Y reía.
En el sueño, por un instante, el humano sintió algo
parecido al alivio.
Luego hizo silencio.
Ya sobraban las palabras.
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